martes, 13 de octubre de 2009

VIII

Un mediodía de final de primavera
tuve un sueño como una fotografía
Vi a Jesucristo bajar a la tierra.

Venía por la ladera de un monte
hecho niño de nuevo,
corriendo y revolcándose por la hierba
y arrancando flores para después tirarlas
y riéndose para que se le oyera lejos.

Había huido del cielo.
Era demasiado nuestro para fingirse
la segunda persona de la trinidad.
En el cielo todo es falso, todo está en desacuerdo
con flores y árboles y piedras.
En el cielo hay que estar siempre serio
y de vez en cuando volverse hombre de nuevo
y subir a la cruz y estar siempre muriendo
con una corona alrededor toda de espinos
y enclavados los pies con un clavo trabal
y hasta con un trapo rodeándole la cintura
como los negros de las ilustraciones.
Ni siquiera lo dejaban tener padre y madre
como a todos los niños.
Su padre era dos personas:
un viejo llamado José, que era carpintero,
y que no era su padre;
y el otro padre era una paloma estúpida,
la única paloma fea del mundo
porque ni era del mundo ni era paloma.
Y su madre no había amado antes de tenerlo.
No era mujer: era una maleta
en la que él había venido del cielo.
¡Y querían que él, tan sólo de madre nacido
y sin un padre al que amar con respeto,
predicase la bondad y la justicia!


Un día en que Dios estaba durmiendo
y el Espíritu Santo andaba volando,
fue a la caja de los milagros y robó tres.
Con el primero hizo que nadie supiese que había huido.
Con el segundo se creó eternamente humano y niño.
Con el tercero creó un Cristo eternamente en la cruz
y lo dejó clavado en la cruz que hay en el cielo
y sirve de modelo a las demás.
Después huyó hacia el sol
y bajó por el primer rayo que atrapó.

Hoy vive conmigo en mi aldea.
Es un niño hermoso cuando ríe y natural.
Se limpia la nariz en el brazo derecho,
chapotea en los charcos,
coge las flores y le gustan y las olvida.
Le tira piedra a los burros,
roba la fruta de los árboles
y huye, llorando y gritando, de los perros.

Y, porque sabe que no les gusta
y que todo el mundo le hace gracia,
corre tras las muchachas
que van en grupo por los caminos
con los cántaros en la cabeza
y les levanta las faldas.

A mí me lo ha enseñado todo.
Me ha enseñado a mirar a las cosas.
Me señala todas las cosas que hay en las flores.
Me muestra lo alegre que son las piedras
cuando las tenemos en la mano
y las miramos despacio.

Me habla muy mal de Dios.
Dice que es un viejo estúpido y enfermo,
siempre escupiendo en el suelo
diciendo indecencias.
La Virgen María pasa las tardes de la eternidad haciendo calceta.
Y el Espíritu Santo se rasca con el pico,
se pavonea subido en las sillas y las ensucia.
En el cielo todo es estúpido, y como en la Iglesia Católica.
Me dice que Dios no entiende nada
de las cosas que creó
-"Si es que él las creó, que lo dudo"-.
"Él dice, por ejemplo, que los seres cantan su gloria,
pero los seres no cantan nada.
Si cantaran serían cantores.
Los seres existen y nada más,
por eso se llaman seres."

Y después, cansado de hablar mal de Dios,
el Niño Jesús se me duerme en los brazos
y en brazos lo llevo para casa.

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Vive conmigo en mi casa, mediado ya el otero.
Es el Eterno Niño, es el dios que faltaba.
Es lo humano natural,
es lo divino que sonríe y que juega,
Y por eso yo sé con toda certeza
que él es el Niño Jesús verdadero.

Y el niño tan humano que es divino
es ésta mi cotidiana vida de poeta,
y porque él siempre va conmigo es por lo que yo soy poeta siempre,
y por lo que mi mínima mirada
me llena de sensación,
y el más pequeño sonido, sea de lo que fuere,
parece hablar conmigo.

El Niño Nuevo que habita donde vivo
me da una mano a mí
y la otra a todo cuanto existe,
y así vamos los tres por el camino
saltando y cantando y riendo
y gozando nuestro común secreto,
que es el saber en cualquier parte
que no hay misterio en el mundo
y que todo vale la pena.

El niño eterno me acompaña siempre.
La dirección de mi mirada es la que señala su dedo.
Mi oído atento alegremente a todos los sonidos
son las cosquillas que él me hace, jugando, en las orejas.

Nos llevamos tan bien el uno con el otro
en compañía de todo
que nunca pensamos el uno en el otro,
pero vivimos juntos siendo dos
con un acuerdo íntimo
como la mano derecha y la izquierda.

Cuando anochece jugamos a cantillos
en el escalón de la puerta de casa,
serios como conviene a un dios y a un poeta
y como si cada piedra
fuera todo un universo
y fuera por tanto un gran peligro para ella
dejarla caer al suelo.

Después le cuento historias de las cosas sólo propias de los hombres
y sonríe, porque todo es increíble.
Se ríe de los reyes y de los que no son reyes,
y le entristece oír hablar de guerras,
de negocios y de navíos
que se hacen humo en el aire de alta mar.
Porque sabe que todo eso carece de esa verdad
que tiene una flor cuando florece
y que con la luz del sol
va cambiando los montes y los valles
y haciendo que los muros encalados no duelan en los ojos.

Después se duerme y lo acuesto.
Lo llevo en brazos hacia dentro de casa
y lo echo en la cama, y lo desvisto lentamente,
como el que cumple un ritual muy limpio
y del todo materno, hasta quedar desnudo.

Duerme dentro de mi alma
pero a veces se despierta de noche
y juega con mis sueños.
Voltea a unos patas arriba,
pone a unos encima de los otros,
y aplaude él solo
sonriéndole a mi sueño.




Alberto Caeiro

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